No hay finales felices

¿Cómo es posible que una novela tenga un final? Todo final es artificioso. La vida continúa su rutina chirriante, los pasos en falso, la frescura del toronjil, el esplendor de los atardeceres. Entre bueno y malo a la vez, con el ánimo promediando el gris rata de la resignación.

Borges, enfrentado a esta disyuntiva, optó por no escribir una novela. Vargas Llosa nos convoca a la posibilidad de ordenar el caos de la vida mediante la estructura de la novela, algo así como condensar una raíz de mandioca en un cubo de Rubik.

En Morirás lejos de José Emilio Pacheco, se lanza toda la artesanía narrativa a la parrilla. Se sacan las cortinas de la manufactura, el trasluz de la imaginación, el behind the scenes del agobiado narratario, escribiendo con tinta indeleble sobre un discurso narrativo deliberadamente no acabado.

Recuerdo haber leído tempranamente El último magnate de Scott Fitzgerald. Me agradaba que una obra se fuera disolviendo. Que las notas tentativas reemplazaran las certezas. Luego disfruté esa obra estrellada de Albert Camus: El primer hombre, y aún camino sobre El buen soldado Svejk de Jaroslav Hasek.

Alguna vez escribí sobre mi fastidio con los finales, sobre la falsa mariconada feliz, los tórtolos mirando el crepúsculo marítimo, la sonrisa de oreja a oreja a lo Warner Brothers. La vida real es una sumatoria de imprevistos y calamidades. Por eso prefería que los protagonistas se cagaran a tiros o fueran a comprar cigarros y no volvieran. Que los acuchillaran en el camino, que los atropellaran sin portar documentos y terminaran en un hospital público, como indigentes desmemoriados, con una pierna levantada y una Playboy arrugada entre las manos.

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