Perros literarios


Diciembre caluroso, con intermitencias de nubes grises y leves brisas del noroeste. Florecen castaños y zarzamoras en el valle. El aroma vespertino es tan intenso que nos hace cerrar los ojos y levitar sobre recuerdos lascivos.

Salgo al potrero a jugar a la pelota con Tatón. El Malalcura tiene señas solares en su cumbre rocosa. Riachuelos de nieve derretida que brillan como rastros de caracol. Arriba y abajo nubes esporádicas, penumbra violácea, toronjiles cuyanos expandiéndose como un Amazonas liliputiense, zancudos intransigentes arribando al laburo nocturno. 

Tatón es comilón y no me deja dominar el balón. Me lo quita y arranca a esconderse detrás de una rosa mosqueta. Se la quito y me la quita. Es la dinámica del juego, nuestras reglas inventadas, la alegría de estar juntos. Temprano empecé Flush de Virginia Woolf. Las historias de perros me apasionan. Y más aun la forma literaria. Ya me hice amigo de los cervantinos Cipión y Berganza, del Charlie de Steinbeck y del peludo Karenin de Kundera. Pronto iré por Tulip, la ovejera de Ackerley, y Mister Bones de Auster. Espero encontrar quiltros proletarios en las obras de Manuel Rojas y Nicomedes Guzmán. Perros oligarcas en Jorge Edwards, perros literarios en José Donoso, perros adictos en Borroughs, perros callejeros en Bukowski, perros alcohólicos en Lowry. En mis propias letras abigarradas de olores seguirán caminando los que me acompañaron desde mi infancia, los que se acercaron a saludar, los que movieron la cola sin esperar nada a cambio. La lealtad fue una añadidura recíproca, un código de honor plasmado en la mirada. 

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