Amexicanados y cumbiancheros / Crónicas de San Fabián


Mi padre siempre recordaba la venida de la famosa cantante de rancheras, Guadalupe del Carmen, allá por los primeros 70. Fue un suceso para el pueblo y se desarrolló en el antiguo salón parroquial que estaba detrás de la actual iglesia y donde hoy solo queda el ascenso carcomido de una vieja escalera de cemento. Su voz y su desplante sobre el escenario le impactaron tanto que cada tarde buscaba en las emisoras radiales la voz de Guadalupe.

Mi memoria alberga multitud de ramadas levantadas en calle El Roble. Tengo recuerdos medianamente nítidos desde el 75. A veces confluían con un circo pobre o con los gitanos que generaban gran desconcierto entre los sanfabianinos. El patriotismo se circunscribía a un septiembre colorido, Quincheros en las radios, vendedores de globos, helados de nieve, volantines en el estadio. Mucha gente en las calles. Frescor en el aire. No pocas veces fueron jornadas lluviosas donde la fiesta continuaba bajo la tempestad, con escasas parejas bailando (antes era mal visto que las mujeres de familia fueran a bailar con los curaos) y campesinos borrachos como cuba mirando atontadamente felices el espectáculo. Para muchos de esos campesinos solitarios era la única diversión en todo el año. Juntaban plata para tomar, para invitar y para apostar en las carreras. Sombrero y traje nuevo el que podía, zapatos lustrados que duraban el minuto porque antes todo era polvo o barro. A un costado de la calle, amarrados a un sólido barón, decenas de caballos sudados y pacientes, flacos y gordos, alazanes y rosillos, apaches y bayos. Monturas viejas, estribos gastados. Eran los encargados de llevarse al dueño curao para su querencia.

Sobre el escenario de la ramada, una orquesta tarrera cuyo cantante repetía en versión cumbiera los éxitos de la temporada. Tuto Canales era artista recurrente. Habitualmente había muchas ramadas y no más de dos contaban con orquesta. El resto se las arreglaba con equipo de música y debía albergar a los curaos más fieles y solitarios, pero jamás al gran público.

En uno de esos 18 lluviosos conocí a Danitza. Una morena que me pasaba en estatura. Nos besamos en calle Purísima, dentro de una garita, antes de volver a bailar en una ramada que se llovía más por dentro que por fuera. Después de esa noche no la volví a ver.

Pasaron los años y las décadas. Yo seguía pendiente de mi pueblo mientras estudiaba y trabajaba en Santiago y luego mientras hice clases de historia en San Antonio o desde mi exilio voluntario en Argentina. Intenté venir en varios 18 de septiembre y 8 de diciembre. La felicidad de regresar a la tierra de infancia tiene mucho de contradictorio. Porque el recuerdo que atesoramos es estático, vinculado a una edad, a un período de nuestra vida y de la historia del pueblo. Pero como todo suele ir cambiando, incluso nosotros mismos, lo que vemos y sentimos siempre tiene un leve tinte de tristeza, de añoranza de algo perdido. Con los años mi San Fabián se volvió más urbano, más aspiracionista, menos amable. La nueva muchachada fue criada en la ley del mínimo esfuerzo y el mucho reclamo, egoísmo a flor de piel, nada de formas, nada de saludar al que se te cruza ni mover un dedo por tu prójimo, muy distinto a como era el generoso sanfabianino antiguo.

Sin embargo, las ramadas seguían manteniendo su estilo. Lo bueno es que cada vez asistía más gente y había menos peleas. Y lamentablemente menos huasos. La desaparición del inquilinaje había cambiado el paisaje. La mayoría empezó a vestir ropa urbana. Jeans, zapatillas y jockey. Las mujeres de todas las edades empezaron a asistir, a mirar, a bailar. Ya nadie podía prejuiciarlas. Incluso algunas bailaban entre ellas o solas, asumiendo orgullosas su autonomía, su derecho a pasarla bien, mientras los curaditos en las esquinas las observaban silenciosamente enamorados.

La cueca se bailaba muy poco. Su popularidad remontó recién a fines de los 90. Quizá porque requería aprendizaje y destreza. Lo usual era la cumbia chilena, una variante más lenta que la colombiana, que no impedía que los viejitos bailaran a gusto, moviéndose con escasa sincronía, bracitos levemente levantados, carita de mucha dignidad, sin hablar siquiera, pero bailando, ejerciendo su derecho al disfrute, y de vez en cuando tomándose una pilsen o una cañita al seco.

Las rancheras se llevaban en la sangre, sobre todo si los tragos ya habían empezado a hacer efecto. Cada uno la bailaba como le salía, abrazados como murciélagos, pisándose los callos, chocándose unos a otros, a veces no faltaba el que se picaba y lanzaba un aletazo para el lado.

Con los años ambos estilos se fueron fusionando dando origen a las cumbias rancheras, que resultaban más festivas y convocaban nuevos públicos.

Hoy suele llenarse la plaza de San Fabián cada vez que toca un grupo de cumbias rancheras. Los artistas se producen más que antes, preparan coreografías, diversifican instrumentos, tienen canciones propias, nombres llamativos y se visten bien. Las ramadas se han dispersado. El Yugo 1 y 2, en calle Andes y junto a la medialuna. También en El Macal. De vez en cuando algún evento en el Viña del Mar o en la antigua discoteca Las Luciérnagas. Paso Ancho tiene su propia historia de diversión, su propia tradición. Y los de bien arriba, los cordilleranos, hacen sus movidas en El Caracol, bien empolvados y olorosos a chivo, que así es la tradición del arriero ancestral.

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