Gris perlado


El cielo tiene color de lluvia, un gris perlado que se asemeja a la desidia y también a la inteligencia, a las emociones acongojadas sobre una tabla de piratas alcohólicos. Recorro mi huerto, lo que queda de una siembra descuidada, el poco riego, la libertad de crecer y morir con escasa intervención humana. El bosquecillo de tomillos sigue estoico su transición a un abril reseco. Los zapallos crecieron poco, pero se dejan ver entre guías y yuyos, augurando charquicanes humeantes en días lluviosos, estofados de cochayuyo para Semana Santa, sopaipillas amarillas en tiempo de escarcha. Los manchones de orégano vuelven a renacer, tal como las alcachofas y lavandas. El frío tiene su propia corte de renacidos, su primavera invertida.

He descubierto un pequeño castaño entre los maquis. Apios entre los manzanos. Cinco peras primerizas. Hay escaramuzas aéreas entre tiuques y queltehues. Imperialismos emplumados acaparándose el botín de los insectos.

Traslado mi ordenador y mis libros al patio, bajo el parrón de uva negra. La mesa está alfombrada de hojas resecas. Mate tibio. Celular alerta. El viento trae noticias de membrillares maduros, de manzanas agusanadas suicidándose en la hierba. Rameau en los parlantes. Un carpintero cabeza colorada tamborilea el viejo manzano. Los yorkshire corretean de lado a lado como caballería liliputiense. Avanzo en Las ratas de Miguel Delibes. La perrita Fa medio enceguecida de tanto hurgar entre la maleza del arroyo, el Ratero merendando ratas fritas rociadas con vinagre. El mundo a ras de suelo de Delibes bien cabría en San Fabián, entre nuestros comedores de perdices que silban y carraspean para ahuyentar su soledad.

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