El viento se ha ensañado con los encinos


Diluvia sobre este valle cordillerano. Chispazos del altísimo. Esporádicos truenos. El viento se ha ensañado con los encinos. Bebemos mate con cáscaras de naranja. Partimos trozos de una churrasca recién horneada. Rebanadas de queso de los Salinas. El que fuera un viejo poste de acacio rinde su último servicio en la chimenea. Leemos a Yourcenar, disfrutamos su mente dando zancadas por la historia, husmeando a Poussin detrás del follaje de sus pinturas, siguiendo al desazonado Wilde que arrastra sus pies por Nápoles, arruinado, buscando un cobijo, dos habitaciones, «una para el sueño, otra para el trabajo, en realidad, dos habitaciones para el insomnio». Es un diálogo a tres mentes. Lorena enciende antenas cuando leemos sobre Virginia Woolf, su narrativa pictórica, mística, desargumentada. Schubert contrapuntea la lluvia que sigue cayendo sobre el techo de zinc. La larga noche de junio recién comienza.

Solo segundero

Jorge Muzam

Mi hora de revisión de archivos digitales se suele alargar hasta el anochecer. Cómo pude haber llegado a acumular tanto material valioso. Deambulo entre epistolarios de famosos, cuentos de Murakami, Roberto Arlt, Torcuato Tasso. Me quedo pegado con Blasco Ibáñez, ese desmesurado español, cuánta cultura, qué variedad de registros. Su obra es vasta y poco leída. En 1909 anduvo por Chile. Cruzó la cordillera a lomo de burro. Fue recibido con recelo por los oligarcas locales. Los chilenos educados de entonces eran unos señoritos afrancesados. Mariconcitos que no sabían crear nada original y cuyo único sueño rastrero era hacer vida de bohemio en Paris. No les agradó que ese personaje que comía y sudaba como un Gargantúa les viniera a decir entre eructos que la gran mayoría de los intelectuales chilenos eran unos huevitos sin yema, vacíos, envidiosos y mediocres. Se fue en silencio dejando abundantes orgullos heridos en el camino.

Sigo bajando libros. Hemingway, Josep Conrad, varias obras de Bashevis Singer y Thomas Bernhard. Persigo novelas de Allan Sillitoe y del ruso Varlam Sholómov. Casi di un salto de alegría cuando encontré dos poemarios de Wallace Stevens. He completado la obra de Roberto Bolaño. Irregular, rosquero y solitario, como suelen ser los buenos escritores. 

Una ráfaga de viento cimbra el techo de chapa. Leemos con Lorena Tiempos Modernos de Paul Johnson.  Nos sirve para debatir con unas cervezas mediante. Johnson es un bocazas de la historia, un auscultador fino del behind the scenes de la gran política, un hocicón cizañero que escarba en los papeles arrugados tirados en los basureros del tiempo. Y aunque sea un conservador borracho ensalzador de derechas y dictaduras, leerlo me parece iluminador y divertido. 

Hace días que la bruma se comió el cielo. Los perros andan flojos, miran con desgano a los paseantes y sólo atinan a lamerse las bolas. Tengo un cerro de libros por leer, cientos de textos por terminar, tres novelas-golem que escribo al mismo tiempo, y un largo camino por recorrer. Largo en sentido metafórico, porque en el sentido habitual el calendario a mediano plazo aparece borrado, como en la película Volver al Futuro. Que aparezcan nuevos días en el calendario depende de lo que haga ahora. He dejado de lado numerosas actividades que me consumían inútilmente. Mi reloj de vida solo tiene segundero y apenas me alcanza para construir una fracción absurda de los multiuniversos que demanda mi mente.

Imagen: Qiang Huang

Comunismo generoso (fragmento del libro de memorias Tordos en la niebla)


Mi traslado a la casa campestre fue de a poco, porque a veces me quedaba durante semanas en la casa de mis abuelos en el pueblo. Dormía en la pieza de mis tíos, en una casucha del fondo, rodeada de un membrillo, un manzano y un viejo cerezo. Allí me dedicaba a dibujar y a escuchar conversaciones de grandes. Mis tíos eran buenos para leer y debatir, para hablar de la contingencia mundial. Jimmy Carter empezaba su presidencia. Reza Pahlevi occidentalizaba Irán. Las revistas del corazón hablaban de Ellen Burstyn y Liza Minnelli. Lo que sucedía en el país apenas se susurraba, porque mi abuelo era policía y ninguna crítica al gobierno o a la situación general podía llegar a sus oídos ni a los de nadie. Y ciertos vecinos tenían fama de delatores, de pinochetistas recalcitrantes y de haber entregado mucha gente allendista tras el golpe de Estado. El hecho es que yo también leía. Hojeaba revistas Ercilla, Qué Pasa, los diarios La Tercera, Las Últimas Noticias, El Mercurio, numerosas enciclopedias, y mis ediciones preferidas, las Reader’s Digest. Esperaba con ansias repasar cada una de sus secciones. Ya a los cinco años me las sabía todas. Y no recuerdo cómo aprendí a leer. No recuerdo que alguien me haya enseñado. Todo sucedió en los intersticios sin control que dejaban los adultos. Mi afanosa mente simplemente se adueñaba de esos microespacios de libertad y plantaba su bandera de supremacía. El hecho es que como me quedaba allí, participaba de la rutina hogareña de mi abuela. Levantarse muy temprano, aseo personal estricto, rigidez militar para el orden, té y pan con miel al desayuno, cucharada de tónico para energizar el cuerpo, almuerzo de lentejas, leche Nido en las tardes, sopa de huevo y perejil en la cena y a acostarse con la desquiciante invitación del Topo Gigio de Televisión Nacional. Siempre odié a ese ratón maraco. Al otro día me iba temprano a mis clases de Kinder. Chaquetón café, zapatos lustrados, lengüetazo de vaca en el pelo y mi bolso de cuero con los útiles y tareas en mediana situación de compromiso. Recuerdo una tarde al volver de clases. Venía solo, pateando piedritas hacia los costados, y me detuve frente al negocio de don Amado, situado justo en la esquina del pasaje. Vi tantos productos, fideos, detergentes, tarros de café, bolsas de azúcar, y al centro del mesón una cantidad de frascos rellenos con dulces de distintos colores, frascos relucientes que incitaban a la idea de un paraíso degustativo. Sabía que había que tener dinero para comprar cada mercadería. Pero se me ocurrió que también debería existir una instancia en que las personas que necesitaran imperiosamente un producto podían acceder a ellos gratuitamente. Algo así como un comunismo generoso. Eso fue lo que intenté explicarle a don Amado cuando le solicité dulces para satisfacer mi necesidad de ese momento. Don Amado me explicó latamente que las cosas no funcionaban así en este mundo. Que sin dinero no me quedaba más que aguantármelas. Y así fue.

Poema Conjetural / Pablo Mendieta Paz


Pablo Mendieta Paz

(A Jorge Muzam y a San Fabián de Alico
 luego de tomar un tinto de sus montañas)


Esa noche vimos a un gato
contemplándose en el espejo
que reflejaba Irlanda.
Con estupor y tentación
nos aproximamos
y vimos de reojo el mar,
la lluvia, el desierto y un poeta oriental.
Nos dijimos:
¿Será el pasado o el infinito?
¿O una leyenda invocando a Joyce?
A cierta sombra cayeron como un telón
el laberinto, una rosa y un sajón.
De este se escuchaban sus pasos.
Afinamos la mirada.
Era el centinela de la anarquía
que vestía como atuendo
doce espadas que relucían
en algún lugar de la eternidad.
Hablamos otra vez:
parece ser que la vida es sueño,
elegía, una brújula de insomnio,
un reloj de arena
y un diálogo de muertos.
Y dijo uno en parábolas:
hay alguien, hay alguien
en alguna perpetuidad
que empuña una oración...


*Publicado originalmente en Sugiero Leer (22/12/2016) 
Imagen: Emil Orlik

A Jorge Muzam, el día de su cumpleaños, por esa literatura cordillerana desbordante / Lander Zurutuza


*A Jorge Muzam, de cumpleaños / Claudio Ferrufino-Coqueugniot


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Pues, el Ñuble, río, y nombres de mujeres y una mujer tan suave como las piedras del río. De cumpleaños el escritor escondido, el escritor líquen, viento, sangre de mezclas exóticas a quien leo y lee mi pareja, ambos sentados cada uno en una silla que mira a su lado y a quien escuchamos teclear y “textear” mientras de a ratos conversamos. Nabokov, Joyce, la nieve, cerro, polvo, y la recua ignorante, animal y humana, que pasa y rebuzna, que corta el aire y se asfixia en amaneceres de San Fabián de Alico, sí, allí mismo, de los Parra y la parra, la música y el vino.

Podría escribir mucho, no los versos más tristes esta noche porque son precisamente las 10:14 en el estado de Colorado, de mañana y sin tristeza, y me adecúo a que, en machismo atávico, no debe un hombre escribir del otro con demasiado énfasis. Me limito entonces a un abrazo, a cierta envidia también porque no cultivo como Muzam especias en mi jardín, para decir que estoy cansado del concreto, que necesito un retiro ruso a lo Tolstoi, o la locura de Gogol pero sin dioses.

Pero me gustaría, y mucho, sentarnos “al borde de una mañana eterna”, a decir de César Vallejo, con un grupo de amigos y licor de uva, de maíz, de cebada, de quinua y de ciruela, y de papa rancia ¿por qué no? Invitar a Miguel, a los tres Pablos, al otro Claudio, a Lorena y muchachas que por ser bellas no dejan de ser poetas. Y a Lander para que pinte el futuro con trazos tan antiguos que remiten a Callot.

Bueno, maestro Jorge Muzam, un soliloquio para agradecer lo tanto que disfruto mis lecturas de usted, y que goce hoy y se emborrache, y se caiga hasta que la mita en la acequia lo despierte, que cuando usted nació no nacieron todas las flores como dice -creo- una canción, sino los petardos. A encenderlos…


* Publicado originalmente en el blog Le Coq En Fer (12/6/2017)

Transcriptor de pensamiento

Esto y casi todo lo que escribo son meras secuencias mentales, a lo Joyce, pues antes y después mi mente sigue elucubrando de una forma similar. Amando y maldiciendo. Sorprendiéndose, viviendo su propia guerra mundial de trincheras, su ilusión de paraíso laico. Bomba nuclear y gota de rocío. Inevitabilidad narrativa plasmada gracias a los minutos escamoteados al canibalismo de la vida cotidiana. Alguna vez le dije a Claudio Rodríguez que lo que necesitábamos los escritores era un transcriptor de pensamiento. De esa forma escribiríamos al menos una novela diaria, o dos, y hasta tres, si es que la ansiedad nos está devorando vivos. La vida es un cuadrilátero de boxeo. A veces no escucho la campana para reactivar la contienda, o para irme al descanso, y sigo lanzando golpes al vacío. A veces los golpes me dejan ciego, tumbado, viendo nubes, desde donde se asoman robles vestidos de otoño, grises blancuzcos de álamos oscilantes, castaños rojizos de liquidámbares desvaneciéndose hoja tras hoja.

Ladran los perros de Rulfo


Avanza esta fría mañana de junio en la cordillera andina. Los ventanales siguen empañados. Los tallos de las rosas han crecido portentosamente. Me quedo reflexionando en ese asunto. ¿Qué pasaría si no las podo? Preparo té rojo con miel. Mi celular silencioso. Lea Desandre en los parlantes. Ayer comencé otro intento de novela. A Romina no le pareció apropiado que ventile ciertos asuntos personales. Le respondí que lo usual es que los escritores jueguen narrando sus propias experiencias, que literatulicen los días usuales exudando demonios y nostalgias que lo atormentan. Mi argumento fue desestimado. Continuaré escribiendo. Qué más podría hacer. Es el único talento que me distingue de la manada. Me he propuesto leer Francamente, Frank de Richard Ford. Ya devoré algunas páginas. Retomar algo de Bashevis Singer. Beber mate tardío con Nabokov, Ferrufino, Sánchez-Ostiz. Amigos permanentes en el bar de mi mente. Leer Polikushka de un envión fue accidental. Tolstoi es un dios laico, un dios por defecto de los expulsados del paraíso. Ladran perros a la redonda. Perros de Rulfo, gallinas provincianas de Teillier, ánades salvajes de Robert Frost. Se vive en tantas dimensiones. La cultura universal, la historia de la infamia, la poesía inevitable, el silencio de los hombres buenos, la humanidad con garrote asegurado en el lomo, las peores ratas enquistadas en la política, los periféricos con su morral de panes frescos para ofrecer, la ética única y personal, los personajes que nacieron, crecieron y siguieron caminando por si mismos desde esas mentes geniales que me antecedieron, que hoy son parte de mi, de esto que a veces olvida su peculiaridad corpórea, que se desvanece, que se sumerge, que observa desde una nube el tecleo de estas palabras con sentido discutible.

Presidenciales chilenas. Como en Volver al futuro



Recula la DC y la fotografía del triunfo seguro de Piñera se desdibuja, se torna opaca, casi transparente, como en la película Volver al futuro. La arrogancia de la derecha democratacristiana, su desdén a la izquierda, su anticomunismo enfermizo, el exceso de entusiasmo, las pompas de jabón de un pasado glorioso, no encontraron asidero en las encuestas, asegurándole una muerte abrupta a un partido que hoy cuenta con más dirigentes que disciplinados militantes. El parsimonioso Guillier puede sacarse el respirador artificial y aspirar aire fresco por algunas semanas. Beatriz Sánchez repunta en las encuestas, repunta en las redes, pero no cuenta hasta ahora con el voto efectivo, el que se levanta y acude a estampar su preferencia en las urnas. La protesta alaraca no basta. Ya pasó con Marcel Claude cuando arrasaba en las redes pero al momento de votar, su gente se quedó enredada en las sábanas. Probablemente Sánchez siga subiendo y dado el panorama incierto hasta podría erigirse en mandataria. No olvidemos la paliza electoral que dio su conglomerado en Valparaíso. La política chilena emula a la de España, a veces inconscientemente, y el Frente Amplio cumple al pie de la letra el rol de Podemos, lo cual no es malo, porque involucra repensar lo que ya se cae a pedazos.

Piñera goza de buena salud. La clase media aspiracionista prefiere a un prontuariado conocido que a un periodista bonachón impredecible. Y cuenta con el amplio pelotón de fachos pobres de la república, el ignorante histérico y arribista que igual habría votado por Trump o Le Pen sin mediar reflexión alguna.

Mayol es un buen tipo. Tiene preparación, pero usa el pelo muy largo, y eso al votante chileno, al votante mayor y mayoritario, le huele a marihuana, a ducha tardía. 

Bachelet vuelve a sonreír. Hizo lo que pudo que no fue tanto ni tan poco. Faltó atreverse, creerse el cuento, acelerar la marcha, usar su minuto histórico, mirada desarrollista a largo plazo, mayor inteligencia para encauzar el buque hacia un pragmatismo redistributivo sustentable.

El sistema permanece intacto, incluso más fortalecido que nunca. La plasticidad del dinero resiste acechanzas y ventarrones. Especulación, estafa, colusión de perros grandes, son cosa bien vista, valores de mercado, aditivos de una moral siniestra. El neoliberalismo parece idesterrable desde que se adosó al disco duro de los chilenos. Caldillo de miedo, egoísmo, precariedad, fanfarria, telebasura, incertidumbre, conformidad, resignación, codicia de avivados. A la mayoría le complace, porque vivir endeudado hasta el cogote ya forma parte normal del vivir. 

Trainspotting de ayer y hoy


La nostalgia mueve montañas, derriba edificios, hace zancadillas, te ancla, no te permite avizorar lo nuevo, porque siempre vuelves atrás, lo deseas, comparas, bebes el whisky al seco, no por ahora, sino por ayer, por esa marca de fuego que tienes grabada en tu corazón chamuscado, empequeñecido, en tu culo humillado, en tus testículos que no experimentaron nuevos paraísos. Hay circunstancias que se detienen en el tiempo. Que carecen de resolución y futuro. Rincones olvidados para siempre. Criogenia emocional le llamé alguna vez. Los autores clásicos en ediciones baratas, la música de tus primeros bailes, los juguetes que se empolvan y que no te atreves a donarlos. Porque involucraría una lucha encarnizada contigo mismo, con aquel que se resiste a irse. Hace tanto frío esta tarde de mayo. Lorena bebe su Ecco caliente. Tatón no ha salido de su madriguera. Se divisan remolinos de nieve en las cumbres, álamos desnudos anteponiéndose a la niebla, acacios mojados exhibiendo la miseria invernal de sus vainas vacías. 

Trainspotting la vimos en el Normandie a mediados del 97. La calle Tarapacá olía a fritanga de sopaipillas. A chicha de uva manipulada en laboratorio. El huaso Marciel estaba entusiasmado con verla. Tito Cartagena era escéptico frente a esas aventurillas de drogos delincuentes. Zambo Peluca nos marcaba el paso izquierdo, disciplinadamente, como el burlón fiel, bello y sensible que era. A Jeannette le divertía aventurarse al lado oscuro del centro santiaguino. Marcela Erazo nos mantenía con cable a tierra con sus cuidados maternales. Bachito Albornoz tenía incrustada la leyenda de Cioran en el corazón y bebía y bebía porque la vida al fin y al cabo era un provisorio despeñadero. Una segunda leyenda menos glamorosa le adosaba un aura de actor porno, la diuca más grande del campus Juan Gómez Millas. El gigante Aldair nos amparaba financieramente y nos contaba los chistes más obscenos de América del Sur. El Hamlet Coyaiquino perdía las horas oscilando entre el deber y la farra. Bustos solía estar borracho y era fácil arrastrarlo al cine o a cualquier tugurio. Esa noche lo lanzamos a una butaca y se quedó dormido (según nos confidenció Marciel días más tarde, en su bendita curadera le agarró la callampa impunemente) A mi me interesaba la narración, las posibilidades de narrar una historia cualquiera, la conmoción desatada en otros países. Un festín visual con buena música para escarmenarse el pelo y sentir que estabas en onda con intelectualillos comunachos y toda la gama democrática de vagonetas ostentosos. Luego de verla nos fuimos a beber cerveza al 777. Ninguno era drogadicto ni ladrón, pero éramos buenos bebedores, medio santos, medio weones. Nos terminaron echando como siempre.

El Trainspotting del 97 era un chiste. Hoy no lo es. Hoy la veo con tristeza. Mi época se fue por la misma alcantarilla infesta de Mark Renton. Nada fue una maravilla en estos veinte años. Seguimos marcando pasos cada vez más lentos. El sistema nos mordió apenas graduados y nos mantiene arrinconados ante un pitbull de mil cabezas. Quisiéramos creer que las generaciones del XXI harán algo mejor por los demás y por si mismos, que tendrán cojones levantiscos para voltear las cosas, pero las señales no son auspiciosas. Y no es que estemos agobiados ni perdidos. Aun quedan cartuchos algo mojados para reventarlos más allá de nuestras canas. Pero esos muchachos del 97 siguen corriendo frente a nuestras narices. La joda sigue pareciendo eterna. No hay forma de tocarles el hombro para ponerlos sobre aviso. Quizá ni tendría sentido. Mejorar un poco cada vida, hacer un esfuerzo extra hacia la responsabilidad, hacia la empatía colectiva, no habría detenido a Trump, ni a Piñera, ni a Rajoy, ni a Macri, ni a Macron. Los Temer seguirían robando y Siria y Afganistán y cada putísimo peñasco de este planeta seguiría cayendo en picada hacia su inexorable extinción.

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