Hay tantas cosas que no escribes para no herir la susceptibilidad de tus cercanos que te quedas sin mucho que decir. Escribirlo te depararía una hinchadura de pelotas a nivel galáctico. Podrías solaparlo en una novela, con otros nombres, en circunstancias parecidas, pero eso depararía lo usual, que te denigren por varias generaciones a la redonda. Se enfría el té mañanero, se ennegrece la palta, los gorriones desayunan miguitas sobrantes y se van a vacacionar a un estanque mohoso.Tener el cuero duro es atributo necesario para un escriba, el corazón parapetado, la mente reflexionando sobre nubes de humo, un arsenal de flechas multiuso para dispararle a quien se lo merezca. Lo tienes, pero no basta. Una ventisca de escarcha te acompaña siempre, te revuelve el pelo, te enfría los dedos, te oprime el pecho. Dicen que es el epítome portátil de la soledad universal.
Zorros tristes
Retomo letras en medio del frío polar de julio. Fragmentos de Onfray y Jonathan Franzen, poemas de Bukowski. Una novela perdida de Carlos Droguett. Nevó de madrugada en el valle de Alico. Se retuercen los aromos. Se coronan los postes. Los tordos escarban en la escasa hierba. Las impasibles vacas rumian su desayuno de alfalfa. El viento polar entume las orejas. Ralentiza emociones. Los asuntos familiares absorben. Las cuentas por pagar se multiplican. Se agotan las provisiones, se agota la leña. Es necesario superar los caminos escarchados. Bajan zorros tristes a contemplar la tragicomedia humana. Pero el egoísmo no es seductor y se regresan hacia sus bosques de lenga. A ratos me siento como un Hawthorne perseguido por mamilas mutantes clamando ser llenadas. O como un personaje de Goya esperando el fusilamiento financiero. Y eso está bien, porque es una secuencia de vida genuina, solo que a veces pienso que la hora de Joyce no llegará nunca y a Finnegans Wake solo podré visitarlo en Braille. El sol mañanero se desvanece en una bruma con aroma a hojas podridas.
El viento se ha ensañado con los encinos
Diluvia sobre este valle cordillerano. Chispazos del altísimo. Esporádicos truenos. El viento se ha ensañado con los encinos. Bebemos mate con cáscaras de naranja. Partimos trozos de una churrasca recién horneada. Rebanadas de queso de los Salinas. El que fuera un viejo poste de acacio rinde su último servicio en la chimenea. Leemos a Yourcenar, disfrutamos su mente dando zancadas por la historia, husmeando a Poussin detrás del follaje de sus pinturas, siguiendo al desazonado Wilde que arrastra sus pies por Nápoles, arruinado, buscando un cobijo, dos habitaciones, «una para el sueño, otra para el trabajo, en realidad, dos habitaciones para el insomnio». Es un diálogo a tres mentes. Lorena enciende antenas cuando leemos sobre Virginia Woolf, su narrativa pictórica, mística, desargumentada. Schubert contrapuntea la lluvia que sigue cayendo sobre el techo de zinc. La larga noche de junio recién comienza.
Solo segundero
Jorge Muzam
Mi hora de revisión de archivos digitales se suele alargar hasta el anochecer. Cómo pude haber llegado a acumular tanto material valioso. Deambulo entre epistolarios de famosos, cuentos de Murakami, Roberto Arlt, Torcuato Tasso. Me quedo pegado con Blasco Ibáñez, ese desmesurado español, cuánta cultura, qué variedad de registros. Su obra es vasta y poco leída. En 1909 anduvo por Chile. Cruzó la cordillera a lomo de burro. Fue recibido con recelo por los oligarcas locales. Los chilenos educados de entonces eran unos señoritos afrancesados. Mariconcitos que no sabían crear nada original y cuyo único sueño rastrero era hacer vida de bohemio en Paris. No les agradó que ese personaje que comía y sudaba como un Gargantúa les viniera a decir entre eructos que la gran mayoría de los intelectuales chilenos eran unos huevitos sin yema, vacíos, envidiosos y mediocres. Se fue en silencio dejando abundantes orgullos heridos en el camino.
Mi hora de revisión de archivos digitales se suele alargar hasta el anochecer. Cómo pude haber llegado a acumular tanto material valioso. Deambulo entre epistolarios de famosos, cuentos de Murakami, Roberto Arlt, Torcuato Tasso. Me quedo pegado con Blasco Ibáñez, ese desmesurado español, cuánta cultura, qué variedad de registros. Su obra es vasta y poco leída. En 1909 anduvo por Chile. Cruzó la cordillera a lomo de burro. Fue recibido con recelo por los oligarcas locales. Los chilenos educados de entonces eran unos señoritos afrancesados. Mariconcitos que no sabían crear nada original y cuyo único sueño rastrero era hacer vida de bohemio en Paris. No les agradó que ese personaje que comía y sudaba como un Gargantúa les viniera a decir entre eructos que la gran mayoría de los intelectuales chilenos eran unos huevitos sin yema, vacíos, envidiosos y mediocres. Se fue en silencio dejando abundantes orgullos heridos en el camino.
Sigo bajando libros. Hemingway, Josep Conrad, varias obras de Bashevis Singer y Thomas Bernhard. Persigo novelas de Allan Sillitoe y del ruso Varlam Sholómov. Casi di un salto de alegría cuando encontré dos poemarios de Wallace Stevens. He completado la obra de Roberto Bolaño. Irregular, rosquero y solitario, como suelen ser los buenos escritores.
Una ráfaga de viento cimbra el techo de chapa. Leemos con Lorena Tiempos Modernos de Paul Johnson. Nos sirve para debatir con unas cervezas mediante. Johnson es un bocazas de la historia, un auscultador fino del behind the scenes de la gran política, un hocicón cizañero que escarba en los papeles arrugados tirados en los basureros del tiempo. Y aunque sea un conservador borracho ensalzador de derechas y dictaduras, leerlo me parece iluminador y divertido.
Hace días que la bruma se comió el cielo. Los perros andan flojos, miran con desgano a los paseantes y sólo atinan a lamerse las bolas. Tengo un cerro de libros por leer, cientos de textos por terminar, tres novelas-golem que escribo al mismo tiempo, y un largo camino por recorrer. Largo en sentido metafórico, porque en el sentido habitual el calendario a mediano plazo aparece borrado, como en la película Volver al Futuro. Que aparezcan nuevos días en el calendario depende de lo que haga ahora. He dejado de lado numerosas actividades que me consumían inútilmente. Mi reloj de vida solo tiene segundero y apenas me alcanza para construir una fracción absurda de los multiuniversos que demanda mi mente.
Imagen: Qiang Huang
Imagen: Qiang Huang
Comunismo generoso (fragmento del libro de memorias Tordos en la niebla)
Mi
traslado a la casa campestre fue de a poco, porque a veces me quedaba
durante semanas en la casa de mis abuelos en el pueblo. Dormía en la pieza de
mis tíos, en una casucha del fondo, rodeada de un membrillo, un manzano y un
viejo cerezo. Allí me dedicaba a dibujar y a escuchar conversaciones de
grandes. Mis tíos eran buenos para leer y debatir, para hablar de la
contingencia mundial. Jimmy Carter empezaba su presidencia. Reza Pahlevi occidentalizaba Irán. Las revistas del corazón hablaban de Ellen Burstyn y Liza Minnelli. Lo que sucedía en el país apenas se susurraba, porque mi
abuelo era policía y ninguna crítica al gobierno o a la situación general podía
llegar a sus oídos ni a los de nadie. Y ciertos vecinos tenían fama de delatores,
de pinochetistas recalcitrantes y de haber entregado mucha gente allendista
tras el golpe de Estado. El hecho es que yo también leía. Hojeaba revistas
Ercilla, Qué Pasa, los diarios La Tercera, Las Últimas Noticias, El Mercurio,
numerosas enciclopedias, y mis ediciones preferidas, las Reader’s Digest.
Esperaba con ansias repasar cada una de sus secciones. Ya a los cinco años me
las sabía todas. Y no recuerdo cómo aprendí a leer. No recuerdo que alguien me
haya enseñado. Todo sucedió en los intersticios sin control que dejaban los
adultos. Mi afanosa mente simplemente se adueñaba de esos microespacios de
libertad y plantaba su bandera de supremacía. El hecho es que como me quedaba
allí, participaba de la rutina hogareña de mi abuela. Levantarse muy temprano,
aseo personal estricto, rigidez militar para el orden, té y pan con miel al
desayuno, cucharada de tónico para energizar el cuerpo, almuerzo de lentejas, leche
Nido en las tardes, sopa de huevo y perejil en la cena y a acostarse con la
desquiciante invitación del Topo Gigio de Televisión Nacional. Siempre odié a
ese ratón maraco. Al otro día me iba temprano a mis clases de Kinder. Chaquetón
café, zapatos lustrados, lengüetazo de vaca en el pelo y mi bolso de cuero con
los útiles y tareas en mediana situación de compromiso. Recuerdo una tarde al
volver de clases. Venía solo, pateando piedritas hacia los costados, y me
detuve frente al negocio de don Amado, situado justo en la esquina del pasaje.
Vi tantos productos, fideos, detergentes, tarros de café, bolsas de azúcar, y
al centro del mesón una cantidad de frascos rellenos con dulces de distintos
colores, frascos relucientes que incitaban a la idea de un paraíso degustativo.
Sabía que había que tener dinero para comprar cada mercadería. Pero se me
ocurrió que también debería existir una instancia en que las personas que
necesitaran imperiosamente un producto podían acceder a ellos gratuitamente.
Algo así como un comunismo generoso. Eso fue lo que intenté explicarle a don
Amado cuando le solicité dulces para satisfacer mi necesidad de ese momento.
Don Amado me explicó latamente que las cosas no funcionaban así en este mundo.
Que sin dinero no me quedaba más que aguantármelas. Y así fue.
Poema Conjetural / Pablo Mendieta Paz
Pablo Mendieta Paz
(A Jorge Muzam y a San Fabián de Alico
luego de tomar un tinto de sus montañas)
luego de tomar un tinto de sus montañas)
contemplándose en el espejo
que reflejaba Irlanda.
Con estupor y tentación
nos aproximamos
y vimos de reojo el mar,
la lluvia, el desierto y un poeta oriental.
Nos dijimos:
¿Será el pasado o el infinito?
¿O una leyenda invocando a Joyce?
A cierta sombra cayeron como un telón
el laberinto, una rosa y un sajón.
De este se escuchaban sus pasos.
Afinamos la mirada.
Era el centinela de la anarquía
que vestía como atuendo
doce espadas que relucían
en algún lugar de la eternidad.
Hablamos otra vez:
parece ser que la vida es sueño,
elegía, una brújula de insomnio,
un reloj de arena
y un diálogo de muertos.
Y dijo uno en parábolas:
hay alguien, hay alguien
en alguna perpetuidad
que empuña una oración...
*Publicado originalmente en Sugiero Leer (22/12/2016)
Imagen: Emil Orlik
*A Jorge Muzam, de cumpleaños / Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Pues, el Ñuble, río, y nombres de mujeres y una mujer tan suave como las piedras del río. De cumpleaños el escritor escondido, el escritor líquen, viento, sangre de mezclas exóticas a quien leo y lee mi pareja, ambos sentados cada uno en una silla que mira a su lado y a quien escuchamos teclear y “textear” mientras de a ratos conversamos. Nabokov, Joyce, la nieve, cerro, polvo, y la recua ignorante, animal y humana, que pasa y rebuzna, que corta el aire y se asfixia en amaneceres de San Fabián de Alico, sí, allí mismo, de los Parra y la parra, la música y el vino.
Podría escribir mucho, no los versos más tristes esta noche porque son precisamente las 10:14 en el estado de Colorado, de mañana y sin tristeza, y me adecúo a que, en machismo atávico, no debe un hombre escribir del otro con demasiado énfasis. Me limito entonces a un abrazo, a cierta envidia también porque no cultivo como Muzam especias en mi jardín, para decir que estoy cansado del concreto, que necesito un retiro ruso a lo Tolstoi, o la locura de Gogol pero sin dioses.
Pero me gustaría, y mucho, sentarnos “al borde de una mañana eterna”, a decir de César Vallejo, con un grupo de amigos y licor de uva, de maíz, de cebada, de quinua y de ciruela, y de papa rancia ¿por qué no? Invitar a Miguel, a los tres Pablos, al otro Claudio, a Lorena y muchachas que por ser bellas no dejan de ser poetas. Y a Lander para que pinte el futuro con trazos tan antiguos que remiten a Callot.
Bueno, maestro Jorge Muzam, un soliloquio para agradecer lo tanto que disfruto mis lecturas de usted, y que goce hoy y se emborrache, y se caiga hasta que la mita en la acequia lo despierte, que cuando usted nació no nacieron todas las flores como dice -creo- una canción, sino los petardos. A encenderlos…
* Publicado originalmente en el blog Le Coq En Fer (12/6/2017)
Transcriptor de pensamiento
Esto y casi todo lo que escribo son meras secuencias mentales, a lo Joyce, pues antes y después mi mente sigue elucubrando de una forma similar. Amando y maldiciendo. Sorprendiéndose, viviendo su propia guerra mundial de trincheras, su ilusión de paraíso laico. Bomba nuclear y gota de rocío. Inevitabilidad narrativa plasmada gracias a los minutos escamoteados al canibalismo de la vida cotidiana. Alguna vez le dije a Claudio Rodríguez que lo que necesitábamos los escritores era un transcriptor de pensamiento. De esa forma escribiríamos al menos una novela diaria, o dos, y hasta tres, si es que la ansiedad nos está devorando vivos. La vida es un cuadrilátero de boxeo. A veces no escucho la campana para reactivar la contienda, o para irme al descanso, y sigo lanzando golpes al vacío. A veces los golpes me dejan ciego, tumbado, viendo nubes, desde donde se asoman robles vestidos de otoño, grises blancuzcos de álamos oscilantes, castaños rojizos de liquidámbares desvaneciéndose hoja tras hoja.
Ladran los perros de Rulfo
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